Así, por ejemplo, en “Una prosa de amor para ella,” Santrich comparte un cigarro con
Guillermo Cabrera Infante cuando le canta a La Habana, en un conciliábulo en el que no
pueden faltar Alejo Carpentier, su indomable Hughes y el aliento de la prosa antillana
de El siglo de las luces.” El cenáculo se amplía con el tañir del requinto de Reutilio
cuando Santrich invoca a Celina (“Décimas a Celina”) en una combinación juguetona de
heptasílabos y hexasílabos que bien se podrían entonar al fragor de “Santa Bárbara
bendita” o también de “Pedacito de mi vida.” Un escenario propicio para que Camilo
Cienfuegos haga su entrada, su aire juvenil apropiadamente delineado por el verso
francamente doncellesco con el que Santrich lo celebra como “Señor de la vanguardia”
(sólo imagino la sonrisa de Camilo ante tan generosa prosapia).
Santrich-narrador y Santrich-pensador encuentran sus espacios en una prosa hecha para la
conversación. El eco de un Eduardo Galeano se deja escuchar cuando sus relatos nos
llevan a las cumbres en las que habita el mamo Dwanawindwe (“Teyunna Gógsiji y la
historia de Xate Duna”), o nos aterrizan en el terreno duro de la historiografía
rigurosa que le permite recuperar al inmortal Láutaro, su grito que aún retumba desde lo
más austral del continente (“Leftraro: La heróica resistencia del pueblo mapuche contra
la invasión española”).
Son textos que le dan voz al relato vivo, así esté oculto, de la memoria indeleble del
espíritu de independencia que ha fecundado nuestro suelo americano y que pervive en
nombre sonoros, cadenas fónicas que deberían ser pronunciadas a través de un oboe:
Tekumseh, Ontario, Niágara. Nombres hechos para cantar. Nominaciones que no catalogan,
sino que celebran. No solamente se trata de recapturar una voz milenaria, sino también
de revivir una estética, la del ritual teyunna, y validar una prospectiva: la de la
genial profecía mohawk. América que vuelve a ser Abya-Yala mientras un veterano de mil
batallas rumia sus saberes trasnmutándolos en “Pensamientos de neblina.” La humedad del
bosque húmedo que enmarcó por varias décadas una lucha que afirmó el derecho de los
pueblos a la rebeldía es la neblina que evoca a los micmacs allá en sus lejanías
septentrionales, tan cercanas que se hermanan con la selva amazónica en sus resistencias
frente al invasor.
Los temas que nos llegan por la vía de la prosa de Santrich tienen sus puertos
ineludibles. La memoria ha de trasegar por los terrenos de héroes que entregaron sus
virtudes, su pasión por la vida para que esta tierra nuestra no fuera siempre un país de
desterrados, de humillados que caminan con lágrimas en sus ojos. Manuel Marulanda, Jorge
Briceño y Alfonso Cano (Marulanda,” “Jorge Briceño” y “El héroe no vencido”), figuras de
profundo arraigo en la historia que, por lo viva y vital, aún está por hacer su entrada
en la historiografía canónica que ha perfilado la silueta de Colombia y América Latina.
O quizá se trate de una memoria que no requiere ni espera tales canonizaciones. He ahí
la razón por la cual esas figuras son puertos obligatorios. Estos hombres son soñadores
que entregaron sus cuerpos por el Bien Común y esta poesía que sale del corazón lleva
una palabra de gratitud que sale de los ojos abiertos, de los labios, de la vida y de la
oscuridad del silencio que no requiere permiso para pronunciarse.
Las trochas que la insurgencia abrió en trozos de esta Colombia desconocida marcan
senderos que la sociedad civil ha de asumir como propios, a menos que se insista en
capitular ante las ínfulas conquistadoras del gran capital a bordo de locomotoras de
alto poder destructivo, como la minera, tal cual le place proclamar a la administración
pública colombiana. Nombres como el de Manuel Marulanda han de pronunciarse con profundo
respeto al lado de conceptos vitales tales como defensa del medio ambiente y soberanía
territorial, que son las trincheras desde las cuales Colombia ha de proseguir su lucha
de rebeldía por el derecho a la vida digna y la preservación del planeta. Una lucha que
no es doméstica. Por el contrario. La rebeldía contra todo cepo que busque menoscabar la
dignidad de individuos y pueblos y que pretenda cercenar sus libertades, se libra
incluso desde sinfonías como las de Beethoven, quien se alzó contra el autoritarismo de
Metternich hace un par de siglos y con su revolución estética nos marca el sendero (“De
Beethoven a Marulanda”). Sin proponérselo, en sus giros musicales y en sus recursos
literarios, tanto Beethoven como Santrich se hermanan con la sentencia de Miguel de
Unamuno: “Lucho, luego existo.” La lucha, aunque su teatro la haga local o localizada,
es de carácter universal, pues allí donde se violente la libertad de un pueblo, se
somete al estupro a la humanidad entera.
Alfonso Cano, “El héroe no vencido” podemos decir que fue partero de la Paz y los
caminos, los ríos, las piedras, la montaña, los pueblos están inundados de su memoria.
El título de este libro que nos brinda Jesús Santrich evoca a La Habana idílica, lo que
llevó a que invocáramos a Cabrera Infante al inicio de este recorrido por el verso y la
prosa del viejo combatiente. No queda más que concluir con uno de los relatos del
cuentista cubano que forman parte de su colección de cuentos Así en la paz como en la
guerra (1960). Así como al recuperar la memoria de nuestros pueblos ancestrales Santrich
desafía la sacrosanta fonética castellana, de manera similar, Cabrera Infante subvertía
el lenguaje para que éste se acondicionase el pueblo, y no que el pueblo se sometiera a
un canon gramatical. Esas subversiones no son los reacomodamientos hoy en boga que
pretenden uniformar al continente al abrigo de un solo mandato lingüístico
anglo-americano, tal como las coronas española y portuguesa lo hicieron hace cinco
siglos a fuerza de arcabuces y rosarios. Por el contrario, la sonoridad resultante habla
de la tarea por hacer ahora que la paz se asoma, si bien tímidamente, por la puerta que
se abrió en La Habana, y que en uno de los personajes de Cabrera Infante es el quehacer
de seguir cocinando; cocinar lo que queda, pues el sol ha salido:
“...y cuando la tierra estuvo bien mojada puse todo en su lugar y me agache
y comencé [sic] a remover el fango para que las torticas me salieran bien y
no pasara lo que ayer cuando no alcanzo [sic] para hacer un buen cocinado
y se desmoronaban en las manos y pensé [sic] que queque hubiera hecho y
hice [sic] unas cuantas y las puse a secar bien al sol [...] (“Un rato de tenmallá” 17)
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